El encierro de los mayores desterrados en vida: "Mórfico, Mórfico, Mórfico", cárceles en el ocaso
Perdidos en una deriva sin rescate posible, rehenes del abandono, el olvido y apartados de la existencia real
En la era Covid, la idea de que cualquier sacrificio era válido si servía para implementar un modelo matemático que alertaba del impacto devastador de la covid si no se implementaban confinamientos estrictos; se impuso con la severidad de un dogma y la petulancia de quien se cree infalible, bajo el liderazgo de Neil Ferguson, jefe del programa de modelización matemática del Imperial College. Y subrayaba la necesidad de cambios drásticos en las políticas para proteger la salud pública con sus proyecciones sin revisiones externas previas, ni consultas con otros expertos antes de influir en decisiones políticas clave.
Se nos exigía tener fe ciega en la aritmética de las representaciones del miedo, en gráficos de curvas redomadas llenas de errores en las predicciones; de simplificaciones excesivas. Fe en la dependencia de datos inciertos con graves consecuencias económicas y sociales, como las fórmulas de un medicamento que no curaba, manejaba la vida como quien regula el caudal de agua de un grifo. Pero el tiempo, maestro impasible, sabe que cuando el poder se disfraza con los vestidos de la virtud, sus abusos se vuelven incontestables. Y así, en nombre del bien común, se decretó la más inhumana de las soluciones: el aislamiento total de los ancianos en residencias de mayores, transformándolos en antesalas de la muerte, no de un virus, sino de un abandono planificado. Se proclamaba, con voz pedante y retórica de púlpito, que se los estaba protegiendo, cuando en realidad se los estaba condenando a la más cruel de las agonías: la inanición emocional, la muerte en vida de quienes, tras décadas de esfuerzo y sacrificio, se vieron privados de lo único que aún les quedaba: el calor de sus seres queridos.
Se convertía a los ancianos en rehenes de una política que nunca los consultó. Se proclamó que eran frágiles, incapaces, objetos de custodia, y se corrió un tupido velo sobre el hecho de que, por encima de todo, son sujetos de derecho. Las visitas se convirtieron en un lujo prohibido, el contacto humano en un delito contra la salud y las despedidas en un privilegio negado. Todo en nombre de una prudencia que nunca tuvo el decoro de preguntarles si la vida, despojada de afectos, aún valía la pena vivirla.
El horror no estaba en la enfermedad, sino en el confinamiento. La gran burla que hizo de ella la civilización moderna es que se llenó la boca de discursos sobre el bienestar, mientras negaba la más básica de las necesidades humanas: compañía a los más vulnerables. Nadie quiso calcular el precio de lo que las autoridades consideraron contención del contagio: la depresión sin nombre de quienes vieron pasar meses y algunos de ellos años, entre cuatro paredes, la demencia acelerada por la ausencia de estímulos, la desesperación de quienes entendieron que su única utilidad para el sistema era estadística.
¿A las autoridades les importaban los ancianos, o solo una interpretación surrealista de la seguridad? No se los protegía, simplemente se los ocultaba, para no perturbar la imagen de control que los gobiernos se empeñaban desesperadamente en mantener. Es obvio para cualquiera que tenga el coraje de verlo: no se trataba de salvar vidas, sino de salvar las apariencias. Lo que se hizo ocultando la tragedia que sufren los mayores fue evitar poner en jaque a las instituciones en tiempo real, pero a costa de perpetuar una tragedia más silenciosa, más insidiosa, más conveniente para quienes no quieren rendir cuentas: la condena de una generación a la negación de los servicios médicos y sanitarios que habían construido con esfuerzo durante años y años de esfuerzo, los condenaron a la soledad más absoluta.
Y ahora, con la distancia del tiempo, los arquitectos de este encierro institucionalizado fingen sorpresa ante sus propias consecuencias. Se habla de deterioro cognitivo, de un aumento alarmante de las tasas de depresión y de un descenso abrupto de la esperanza de vida de los mayores. Se estudian los efectos de la soledad como si fueran un misterio, cuando en realidad eran una sentencia anunciada. Se simula preocupación donde antes había frialdad calculada.
No fue el virus lo que los mató. Fue el pánico, la obediencia acrítica a un discurso que disfrazaba de cautela lo que en realidad era negligencia. Fue la burocracia, con su despiadada eficacia, la que dictó su encierro y luego su olvido. Y lo más atroz es que todo esto se hizo con la convicción de hacer lo correcto, no permitiendo a los mayores (salvo rarísimas excepciones) ir a los hospitales, en espera de jóvenes y niños que nunca llegaron a esos hospitales llenos de salas vacías de pacientes púberes.
Mientras los gobiernos se afanaban en construir la narrativa del “cuidado” y la “protección”, miles de ancianos languidecían en asilos convertidos en celdas. Se los confinaba, se los privaba del contacto humano, se les negaba la despedida y, en muchos casos, se los condenaba a una muerte administrada con la eficacia de una burocracia sin rostro.
Pero había algo aún más horrible y no era el encierro: fue la sentencia silenciosa, dictada con guantes de látex y emitida por médicos que ni siquiera sabían los nombres de pacientes, a los antes jamás los habían visitado:“Mórfico, mórfico, mórfico”, promulgaron algunos médicos, como si la vida de quienes eran sus objetivos no mereciera otro destino que el sueño inducido, la resignación química, la muerte sin procedimiento. No eran decisiones clínicas individuales, sino una lógica sistemática de descarte, llevada a cabo en nombre de una falsa piedad.
Cinta Pascual, presidenta del Círculo Empresarial para el Cuidado de las Personas, expuso esta atrocidad ante el Congreso de los Diputados en la Comisión de Reconstrucción del Coronavirus, pero, como era de esperar, sus palabras se esfumaron en el aire sin consecuencias. Porque la indignación por estos crímenes es selectiva, y porque las instituciones que proclamaron la “protección” de los mayores nunca se interesaron por escuchar a quienes sufrieron las consecuencias reales de su negligencia.

La idea era que todos tragáramos con el mito de la seguridad, cuando en realidad se estaba aplicando la doctrina del triaje y la gestión del riesgo clínico por eliminación. Se priorizó la imagen del control sobre quienes más necesitaban compasión. No fue un acto de humanismo para salvar a los más pequeños.
¿Cómo se justificó esta barbarie? Con la fría retórica de los expertos, con cifras que escondían el horror tras eufemismos, con la complicidad de una época donde la obediencia se convirtió en dogma y la disidencia en herejía. Nadie, salvo algunos de nosotros que fuimos demonizados y sancionados, se atrevió a cuestionar la lógica del encierro, la mecanización del sufrimiento, la deshumanización absoluta de quienes, paradójicamente, se suponía que debían ser protegidos.
Los medios de comunicación, más preocupados por reforzar el relato oficial que por hurgar en sus fisuras, repetían como letanías los términos “seguridad”, “protocolos” y “riesgo”, mientras en los asilos de ancianos la vida se desvanecía en un silencio administrado con rigor quirúrgico.
No hubo funerales dignos, ni despedidas, ni manos unidas en el último suspiro. La muerte se gestionó con eficiencia industrial: cuerpos añadidos a un recuento estadístico, nombres que nunca se mencionaron en las conferencias de prensa. Y cuando la tragedia se hizo demasiado obvia para ser negada, cuando empezaron a filtrarse informes y a surgir testimonios de las grietas del relato oficial, la respuesta fue el olvido.
Porque así funciona la narrativa cuando está moldeada por el poder: se disimulan los errores como sacrificios inevitables, se reescriben los hechos con colores convenientes y se espera que la memoria colectiva, maleable y distraída por el pan y el circo, se rinda ante la próxima gran emergencia. Pero los ancianos que murieron solos no son números, ni meras víctimas colaterales de un sistema en crisis. Son la prueba irrefutable de que, cuando el miedo se convierte en política de Estado, la verdad y su consecuente humanidad es la primera de sus víctimas.
Lo peor es que nada impide que vuelva a ocurrir. Porque la lección que han aprendido los actores de esta tiranía sanitaria global no ha sido la de la prudencia ni el respeto a la dignidad de la vida, sino la de la eficacia de la sumisión. Si la sociedad aceptaba que a los más frágiles se les podía privar del derecho a vivir con dignidad, ¿qué impediría que mañana se aplicaran los mismos criterios a otros sectores considerados prescindibles?
La doctrina del aislamiento en nombre del bien común se puso a prueba con éxito. No será la primera ni la última vez que un experimento de control, una vez validado, se extienda más allá de su contexto original.
Entre tanto, los arquitectos ideológicos de esta barbarie siguen en sus puestos, redactando nuevas normativas, facilitando el diseño para cuando la OMS emita la próxima emergencia de salud pública PHEIK ( FAKE, falso) de importancia internacional. Saben que la mayoría prefiere olvidar, que los muertos no protestan y que los supervivientes, consumidos por el agotamiento, difícilmente encontrarán una tribuna donde hablar con claridad y alzar la voz. Pero hay una verdad que no puede sepultarse bajo informes técnicos o discursos ocasionales: el mayor crimen de aquellos días no fue la enfermedad, sino el abandono sistemático de quienes se les prometió proteger. Lo más infame: lo hicieron convencidos de su propia virtud.
Ahora la sociedad intenta pasar página, como quien barre y esconde bajo la alfombra un escándalo incómodo. Pero el recuerdo de los que murieron solos no se borra con notas de prensa ni homenajes tardíos. Algún día, cuando los mismos que impusieron esas medidas sean los ancianos de la próxima crisis, tal vez entiendan lo que significa morir no de enfermedad, sino de desamparo. Para entonces, tal vez entonces recuerden que para ellos también podrá aplicarse el dicho: “mórfico, mórfico, mórfico”, pero solo les quedará el consuelo de que el tiempo ha sido el más cruel de sus jueces.
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Así es, apreciada Doctora Natalia: en los aciagos años en que se extendió este TERRORISMO SANITARIO (2020-2024) las VÍCTIMAS más vulnerables fueron los ancianos. Bérgamo, en Italia, fue uno de los enclaves INAUGURALES de esta PERFIDIA PSEUDO SANITARIA que empezó como INFECTADURA para aventar cualquier tipo de OBJECIÓN o de CUESTIONAMIENTO ÉTICO. En nombre de un PROTOCOLO GENOCIDA se ENCERRÓ a gente SANA, se viralizó la MENTIRA DE que, SI ESTÁBAMOS SANOS, éramos CONTAGIADORES SERIALES, se DEJÓ MORIR a los pacientes que acudían a las urgencias por sus dolencias habituales o por dolencias de emergencia, ya que no los atendían y los SECUSTRABAN e INTUBABAN POR LA FUERZA argumentando que tenían Covid y los ASESINABAN en las mismas salas de espera o en las mismas terapias intensivas. Esta modalidad de MATAR a las personas con el pretexto de que eran portadoras de un virus reciente y no aislado fue un GOLPE DE ESTADO CONTRA LA HUMANIDAD. En especial: contra la humanidad TELECREYENTE que suele abrevarse en la PRENSA BASTARDA que CONVALIDÓ el PLAN DE LOS POLÍTICOS, JEFES DE ESTADO EXPERTOS EN NADA y MÉDICOS jugosamente FINANCIADOS para ATERRORIZAR a una humanidad DESPREVENIDA que quedó a merced de esos PSICÓPATAS que IDEARON EL CUENTO CHINO. Estos CANALLAS devenidos MATARIFES, VERDUGOS y TORTURADORES de gente INOCENTE y SANA están todavía VIVOS y hay que IR POR ELLOS SIN PIEDAD ALGUNA, EXPONERLOS y APLICARLES todos los recursos legales existentes para que PAGUEN sus ABERRANTES ASESINATOS tomando como modelo el juicio de Núremberg y se los declare CRIMINALES DE LESA HUMANIDAD. Desde Mendoza, Argentina: desmontar estas ABERRACIONES de la IMPOSTURA SANITARIA del quinquenio 2020-2024 es un DEBER IRRENUNCIABLE de todas las naciones que SUFRIERON y SIGUEN SUFRIENDO los embates y coletazos de esta ABYECTA DISTOPÍA. Gracias, admirada Doctora Natalia, por su empeño de NO OLVIDAR a los TRASTORNADOS MENTALES que nos trataron como COBAYAS de un EXPERIMENTO MACABRO que utilizó el MIEDO como ARMA LETAL. Un cordial saludo desde mi tierra.