Hidroxicloroquina y el rol de Big Pharma: desinformación y adoctrinamiento
Cómo la OMS suspendió los ensayos de hidroxicloroquina por un estudio defectuoso
A medida que salen a la luz estudios falsos, la lucha entre la verdad científica y los intereses empresariales pone de manifiesto la fragilidad de la ética en la investigación farmacológica.
La hidroxicloroquina y la farsa de las 17.000 muertes.
La publicación fraudulenta y su retractación ponen de manifiesto el uso de datos falsos en un espectáculo orquestado y su intento por desacreditar un medicamento seguro.
Se ha retractado un artículo que afirmaba, sin ningún rigor empírico, que el uso compasivo de hidroxicloroquina (HCQ) durante la primera oleada de COVID-19 había causado 17.000 muertes. En principio, se trataba de un caso de mala praxis editorial, un síntoma más de la podredumbre estructural que afecta a ciertos sectores de la industria farmacéutica y científica. La publicación original, avalada por una prestigiosa revista, era un crudo ejemplo del dogmatismo que se ha infiltrado en el discurso médico, donde se manipulan, exageran u ocultan datos para servir a intereses que nada tienen que ver con el bienestar del paciente. Es en hechos como éste donde se pone de manifiesto la connivencia con lo que conocemos como «Big Pharma», cuando se revela su verdadero rostro.
Lo verdaderamente desconcertante son el grotesco número de hipotéticas muertes que proyecta el estudio sin ninguna base fiable, y la rapidez con la que tantos medios de comunicación que en su época anterior a Covid eran supuestamente serios y de renombre científico, se unieron a la cruzada para demonizar la hidroxicloroquina, cuya seguridad ha sido establecida durante siglos. Y de repente, sin que las circunstancias hayan cambiado en los últimos 50 años, nos la presentaron como una amenaza mortal, sin tener en cuenta los hechos ni la historia.
La hidroxicloroquina, descendiente directa de la quinina, se ha utilizado durante siglos con notable seguridad. Desde su descubrimiento por los misioneros jesuitas en el siglo XVII, hasta su uso contemporáneo en enfermedades como la malaria y el lupus, la HCQ ha demostrado una consistencia en su perfil de seguridad que pocos fármacos pueden igualar. De hecho, la FDA todavía permite la quinina en dosis recreativas en el agua tónica que se vende en bares o en aguas tónicas de venta libre.
Desde sus inicios, la hidroxicloroquina se destacó por su actividad antimicrobiana, que no se limita únicamente a su efecto antimalárico. El fármaco ha mostrado propiedades antifúngicas, antibacterianas y antivirales que abarcan una lista de virus que incluye el virus de la influenza (A y B), los virus de la hepatitis B y C, y otros agentes patógenos de gran importancia, como el Zika, Chikungunya, Dengue y Ébola. Estos descubrimientos inicialmente posicionaron a la hidroxicloroquina como un fármaco de amplio espectro y, quizás, como un agente revolucionario para enfrentar nuevas amenazas virales.
Su capacidad antiviral radica en varios mecanismos que, en teoría, son prometedores. Inhibe la fusión del virus con la célula huésped, lo que impide que el patógeno penetre y se replique dentro de las células humanas. Además, se postula que la hidroxicloroquina puede interferir con el transporte viral desde los endosomas hasta los endolisosomas, una etapa crítica en el ciclo de vida de muchos virus. Y como si eso no fuera suficiente, su habilidad para reducir la tormenta inflamatoria (una respuesta inmune descontrolada que puede ser letal).
La hidroxicloroquina es un fármaco barato y accesible, características que no necesariamente encajan en el modelo de negocio de una industria que depende de la exclusividad y las patentes para generar ingresos.
¿Cómo es posible que un fármaco con semejante historial se convirtiera de repente en la narrativa oficial de ciertas publicaciones como algo tan letal? El espectáculo mediático que se creó a partir de esta falacia estadística no fue más que una construcción diseñada para desviar la atención y ganar terreno en la batalla política y económica.
La industria farmacéutica, como cualquier otro sector, no está exenta de intereses económicos. Es un hecho que los grandes actores del mercado buscan maximizar sus beneficios, lo que puede influir en las decisiones acerca de qué tratamientos son promovidos y cuáles no. La hidroxicloroquina, un fármaco con más de medio siglo en el mercado, no ofrecía nuevas patentes ni oportunidades de lucro significativas. los estudios iniciales, especialmente aquellos realizados por equipos como el del profesor Didier Raoult en Francia, sugerían un impacto positivo del fármaco en los pacientes de COVID-19, la presión por desacreditar esos hallazgos fue inmediata y feroz.
La crítica científica convencional argumentó que los estudios sobre la hidroxicloroquina carecían de rigor, presentaban problemas metodológicos o no tenían suficientes datos para justificar su uso generalizado. Sin embargo, esta misma vara de medida no siempre se aplicó con la misma severidad a otros tratamientos emergentes que sí ofrecían oportunidades lucrativas, como los antivirales desarrollados específicamente contra el SARS-CoV-2 o las vacunas.
En este contexto, no es descabellado preguntarse si la narrativa sobre la hidroxicloroquina fue manipulada para priorizar soluciones más rentables para la industria. Más aún, cuando recordamos que los propios mecanismos antivirales de la hidroxicloroquina se alinean con los conocimientos previos sobre cómo interactúan los virus con las células. Desde la inhibición de la glucosilación de la enzima convertidora de angiotensina, que covid necesita para ingresar a las células, hasta la alcalinización de los endosomas que previene la endocitosis viral, los fundamentos biológicos parecen sólidos.
Un aspecto clave en la discusión es el papel de la hidroxicloroquina en la modulación de la respuesta inflamatoria, un factor crucial en los casos graves de COVID-19. En situaciones donde el sistema inmune entra en hiperactividad, liberando una cantidad excesiva de citoquinas proinflamatorias, la salud del paciente puede deteriorarse rápidamente. La hidroxicloroquina, al reducir la presentación antigénica y la activación de los linfocitos T CD4+, muestra un potencial para calmar este fuego inmunológico desbocado.
Este efecto, además de interferir con la señalización de los receptores Toll-like, que son responsables de activar respuestas inmunitarias innatas, sugiere que este medicamento no solo actúa contra el virus en sí, sino que también ayuda a controlar los daños colaterales de la propia respuesta del organismo al invasor.
En un ecosistema donde los intereses económicos pesan tanto como la ciencia, no podemos evitar preguntarnos cuántos tratamientos potencialmente útiles han sido descartados prematuramente por no ser lo suficientemente rentables para la maquinaria industrial.
En la ciencia secuestrada por la política es donde entra el concepto de adoctrinamiento moderno. Durante la era Covid, muchos medios de comunicación y organismos gubernamentales no actuaban como guardianes de la verdad, sino como cómplices de una maquinaria diseñada para imponer nuevos dogmas. Decían constantemente que debíamos seguir «la ciencia», pero se trataba de ciencia distorsionada, narrativas cuidadosamente seleccionadas y que se nos ofrecían como sacrificio en aras de la conveniencia política. Las críticas a la HCQ estaban más relacionadas con su asociación política que con cualquier base científica sólida.
El caso de las 17.000 muertes «inventadas» no es un incidente aislado. Vale la pena recordar en este punto los estudios fraudulentos que salieron de las manos de instituciones respetadas, como The Lancet, y que más tarde tuvieron que ser retractados. La disonancia entre los estudios retractados y el tiempo que permanecieron en la narrativa pública es un claro indicio de que algo va mal. Aunque las retractaciones llegan tarde, el daño ya está hecho: se ha desinformado al público, se ha destrozado la reputación de medicamentos potencialmente útiles y se ha erosionado la confianza en la ciencia.
La retractación tardía del artículo que pretendía hacer creer al mundo que las 17.000 hipotéticas muertes por HCQ eran reales. Esto pone de relieve otro aspecto aún más preocupante: la crisis ética de las revistas científicas. ¿Qué ha pasado con la revisión por pares? ¿Cómo es posible que un artículo basado en datos fraudulentos pase los filtros que supuestamente garantizan la calidad y veracidad de la información publicada?
Los responsables editoriales, entre ellos el Dr. Danyelle Townsend, editor en jefe del Journal of Biomedicine and Pharmacotherapy, aprobaron la publicación sin examinar debidamente los datos. Esto plantea dudas sobre la integridad de quienes ocupan puestos de poder en el mundo académico. Se priorizó la rapidez y el impacto mediático sobre la veracidad científica. La retractación tardía, que por cierto se produjo tras siete meses de quejas y correos electrónicos ignorados de la comunidad médica y científica, demuestra una inexcusable falta de responsabilidad.
Este tipo de comportamiento revela un deterioro de la moral y la ética que deben regir la práctica científica. Publicar datos erróneos y, lo que es peor, no corregirlos inmediatamente, constituye un ataque a la confianza pública en la medicina y la ciencia. Más allá de las obvias ramificaciones legales, estas acciones erosionan el tejido moral que debería sustentar la investigación biomédica.
Lo irónico en todo esto es el regreso del oscurantismo disfrazado de ciencia. Que los que se dicen defensores de la ciencia se han convertido en sus mayores enemigos. Mediante la manipulación de los datos, la censura de las voces discrepantes y la politización del discurso, han recreado una especie de nuevo oscurantismo. No se trata del oscurantismo de la ignorancia; es mucho más insidioso, porque se disfraza de conocimiento, de progreso, de innovación.
Las organizaciones que debían protegernos del error han caído presas de la política y la codicia. Mientras se nos insta a confiar ciegamente en la ciencia, la ciencia real, la que se basa en la verificación, la experimentación y el cuestionamiento constante- se ve cada vez más desplazada por un triste sucedáneo: una versión mercantilizada de sí misma.
Un futuro sin ética
El asunto de las 17.000 muertes inexistentes y la guerra contra la HCQ es una advertencia sobre los peligros de la desinformación en tiempos de crisis, una señal del grave declive de la ética en la política sanitaria mundial. Mientras permitamos que las narrativas sean dictadas por intereses corporativos y políticos, en lugar de por la búsqueda sincera de la verdad, seguiremos siendo víctimas de este nuevo dogma disfrazado de ciencia.
En mayo de 2020, se publicó en The Lancet el estudio titulado «Hydroxychloroquine or chloroquine with or without a macrolide for treatment of COVID-19: a multinational registry analysis». En este artículo se afirmaba que el uso de hidroxicloroquina (HCQ) y cloroquina en pacientes con COVID-19 se asociaba a un mayor riesgo de complicaciones cardiacas graves, concretamente arritmias, y a un aumento de la mortalidad.
Fecha de publicación del estudio: 22 de mayo de 2020. Inmediatamente después de la publicación de este estudio, la OMS decidió suspender los ensayos clínicos de hidroxicloroquina como parte de su estudio Solidarity el 25 de mayo de 2020, preocupada por los resultados del artículo y las posibles complicaciones cardíacas reportadas.
Retractación del Estudio
En muy poco tiempo, el artículo de The Lancet fue duramente criticado por científicos y médicos de todo el mundo debido a defectos metodológicos y a datos procedentes de fuentes dudosas. Finalmente, The Lancet se retractó del estudio el 4 de junio de 2020, menos de dos semanas después de su publicación. La retractación se debió a la falta de verificación de los datos proporcionados por la empresa Surgisphere, que no pudo ser debidamente auditada.
La FDA había autorizado su uso en pacientes hospitalizados por COVID-19 (28 de marzo de 2020) y posteriormente retiró esta autorización (15 de junio de 2020).
Ahora, a finales de septiembre y principios de octubre de 2024, se ha producido otra retractación, esta vez relacionada con el estudio que afirmaba 17.000 muertes atribuidas a la hidroxicloroquina. Ese estudio, publicado en enero de 2024, se basaba en datos fraudulentos y poco fiables. Esta nueva retractación subraya un patrón preocupante en el que se utilizan datos no verificados y análisis defectuosos para manipular la percepción pública y limitar el uso de ciertos tratamientos, mientras se permite la aprobación de otros, como las vacunas de emergencia.
Estos dos casos de retractación, el primero en 2020 y ahora en 2024, dejan claro a todo el mundo cómo la información falsa o mal fundamentada puede tener efectos inmediatos y graves en las políticas de salud pública, y cómo se ha manipulado la narrativa sobre medicamentos como la hidroxicloroquina. ¿Fue realmente un fármaco ineficaz o simplemente no se alineaba con los intereses del sistema? La hidroxicloroquina sigue siendo un ejemplo emblemático de cómo la ciencia y los intereses corporativos pueden estar peligrosamente entrelazados.
¿Qué nos queda, entonces? Quizá la única respuesta válida sea volver a lo básico, a esa ciencia que, en sus mejores tiempos, nos enseñó a dudar, a cuestionar, a no tomar ninguna verdad como absoluta. Sin ética, la medicina no es más que un arma, y sin una auténtica búsqueda de la verdad, la ciencia no es más que otro instrumento de control.
REFERENCIAS
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