Los cínicos del poder han construido sobre la PCR una arquitectura que sustenta todas las falacias de la era Covid. Los gobernantes y sus maniobras en la era covid
Propaganda y manipulación, los ecos de la engañifa. La quimera de la seguridad, máscaras y mentiras
En medio de la penumbra de nuestros tiempos, nos enfrentamos a la paradoja de confiar ciegamente en métodos científicos que, cuando excavamos bajo su superficie, revelan sus profundas insuficiencias y ambigüedades.
La tecnología promete verdades inmutables y, sin embargo, lo que nos ofrece es un laberinto de engaños, ofuscaciones y medias verdades, particularmente evidentes en el campo de las pruebas PCR para la detección de infecciones virales.
En la abundancia de hechos del mundo contemporáneo, donde la razón se disfraza de ciencia y la verdad se desvanece en una nebulosa de conveniencia, nos encontramos de frente ante la luz de la era Covid; un espejismo monumental.
La era Covid, como un monstruo voraz, ha revelado las entrañas de una sociedad dormida, despojándola de sus ropas y exponiendo su carne temblorosa a la inclemencia de una verdad incómoda; la falacia de una narrativa dominante, impuesta con el rigor de un dogma inapelable, que ha pretendido someter a la humanidad a una hegemonía insidiosa mediante la censura previa. Las políticas establecidas en nombre de la salud pública, revestidas de una pátina de moralidad y benevolencia, esconden en su interior un inquietante vacío ético. A través de un prisma complejo, lleno de pliegues y arrugas, de insidiosos claroscuros y sombras, contemplamos cómo las decisiones tomadas al amparo del pánico y la desinformación revelan una serie de medidas orquestadas por intereses mezquinos y cálculos fríos. Las directrices que se suponía debían proteger a la población se convierten en cadenas invisibles que aprisionan la libertad y las propias conciencias, obligándolas a moverse al son de una dinámica que no comprenden, pero a la que deben responder sin cuestionamientos.
En este drama, la prueba PCR se ha erigido en el símbolo de una ciencia despojada de su humildad epistemológica. La técnica, capaz de detectar minúsculos fragmentos del genoma viral, se presenta como el estándar de certeza diagnóstica, cuando en realidad solo oscurece la verdad bajo una capa de ambigüedad y superficialidad. La PCR, utilizada indiscriminadamente, genera una avalancha de “casos” que no distinguen entre infecciones activas y residuos genéticos inertes. Así, un resultado positivo se transforma en un veredicto de contagio, ignorando las sutilezas y matices de la biología viral. Esta interpretación simplista y unidimensional refleja una profunda miopía. En su afán de control, las autoridades sanitarias han caído en la trampa de la cuantificación desmedida, donde cada cifra, cada número, se convierte en un argumento irrefutable para justificar medidas draconianas. La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. La positividad de una prueba no equivale a un individuo infectado, y la obsesión por los números ha eclipsado la necesidad de un diagnóstico clínico integral y contextualizado.
La prueba PCR fue aclamada como el oráculo del diagnóstico moderno, cuando en realidad no es más que una herramienta cuyo uso indiscriminado y descontextualizado refleja la arrogancia de una sociedad que confunde el método con la certeza absoluta. ¿Qué significa realmente un resultado positivo en una prueba PCR? En contra de lo que se afirma popularmente, un "caso" positivo no equivale necesariamente a un paciente infeccioso. La complejidad biológica se ve reducida a un mero indicador molecular, incapaz de discernir entre la presencia de un virus viable o no, o de restos genéticos inertes que vagan como fantasmas en una muestra tratada con una mezcla de productos químicos tóxicos.
Esta confianza ciega en la PCR expone la falacia de la fe en una tecnología que sólo puede detectar fragmentos del genoma vírico, no su capacidad para replicarse o infectar. Un resultado positivo es, en el mejor de los casos, una señal que requiere una interpretación clínica cuidadosa y un diagnóstico diferencial más profundo, consideraciones que a menudo se han pasado por alto en la histeria colectiva de las declaraciones internacionales de emergencia. Se pretende que estas pruebas son el "nuevo patrón oro" para determinar la ineficacia, pero este oro no es pirita, es simplemente falso, una quimera que desvía nuestra atención de la necesidad de diagnósticos más holísticos y precisos.
Las narrativas dominantes que ensalzan las pruebas PCR como baluarte contra la propagación de enfermedades son, en esencia, construcciones ideológicas que ignoran las limitaciones inherentes a esta técnica. Las pruebas masivas basadas en la PCR no pueden, ni deben, utilizarse para vigilar a una población sana en busca de secuencias de ácido nucleico de patógenos específicos, ya que esta práctica conduce inevitablemente a una avalancha de falsos positivos y al absurdo de tratar a individuos sanos como fuentes potenciales de contagio. Es una ironía mordaz que una técnica tan sensible, diseñada para detectar las cantidades más diminutas de ADN, pueda ser tan insensible a las realidades clínicas de la ineficacia y la salud pública.
La glorificación del PCR es, en última instancia, el reflejo de una sociedad que ha perdido la capacidad de cuestionar sus propios dogmas. Es un espejo que nos devuelve la imagen de la miopía de la sociedad, de una obsesión compleja y llena de matices. En esta maraña de ilusiones, la verdadera sabiduría reside en reconocer las limitaciones de nuestras herramientas y abogar por una comprensión más profunda.
La era Covid ha traído consigo una proliferación de personajes cínicos, cuyas "máscaras" de preocupación y cuidado ocultan rostros ávidos de poder y control. Los gobernantes, como los alquimistas de antaño, han encontrado en la era Covid el elixir para perpetuar su dominación. Las políticas sanitarias, vendidas como actos de altruismo, se manifiestan bajo signos de maniobras estratégicas para consolidar una hegemonía que se perpetúa a través del miedo y la obediencia ciega. El ciudadano, convertido en súbdito, se ve obligado a aceptar restricciones que socavan sus derechos más fundamentales, en aras de un bien común que se desvanece en el horizonte de la incertidumbre.
La humanidad ha sido testigo, una y otra vez, de cómo las crisis se utilizan como pretexto para instaurar regímenes totalitarios. Desde la Peste Negra, que justificó la persecución y el fanatismo, hasta las guerras que enarbolan la bandera del patriotismo chovinista extremo, las calamidades han sido el caldo de cultivo de la opresión. La era Covid no es una excepción; es, más bien, la última iteración de un antiguo patrón en el que el poder se refuerza explotando el miedo y la desesperanza.
En este contexto, la moralidad de las políticas Covid se derrumbó como un castillo de naipes. La promesa de protección se desmorona ante la evidencia de decisiones caprichosas y arbitrarias. Los encierros, presentados como medidas de ahorro, revelan su cara oculta: el aislamiento social, la destrucción de la economía, el aumento de las enfermedades mentales y la erosión de la confianza pública. Las "máscaras", símbolo de la nueva normalidad, se convirtieron inmediatamente en una mordaza que silenciaba la disidencia y uniformizaba a la población bajo una apariencia de conformidad y sumisión. Pero, ¿podría ser que lo que ahora se evoca como un absurdo sin precedentes fuera, de hecho, el tejido mismo de nuestra vida cotidiana? ¿Era cierto que, en un alarde de poder ciego y autoritario, los agentes del orden se paseaban por playas y paseos marítimos desiertos, blandiendo reglas para medir la distancia entre cuerpos solitarios, como si los cangrejos pudieran ser portadores de desgracias? ¿ ¿Es posible que los bancos de los parques estuvieran precintados y que hacer footing con una máscara en la cara fuera un acto de virtud pública, incluso en la soledad de la naturaleza?
En este drama del absurdo, las prohibiciones se multiplicaban, retorcidas y contrarias a la razón: no llevar máscara en plena naturaleza hacía sospechar a los vientos, y los árboles tenían el deber de susurrar advertencias de contagio inminente. Un espejo deformante que refleja una imagen ridícula de nuestra dignidad humana, sometida a la lógica de un delirio colectivo. ¿No es un testimonio de la vulnerabilidad del juicio humano, que se dejó llevar por el pánico y las narrativas dominantes, sin cuestionar las evidentes contradicciones que aparecían a la vuelta de cada esquina?
Los Estados, que antaño defendían con orgullo la apertura de sus fronteras, se transformaron en fortalezas del miedo, cerrando sus puertas y levantando muros invisibles pero palpables en el ánimo de los ciudadanos. Es como si se hubiera tejido una pesadilla en el límite más extremo de la realidad, atrapando las mentes en una red de obediencia ciega, donde lo irracional se imponía con la fuerza de lo indiscutible.
La OMS, sus satélites y las instituciones que debían ser bastiones de la verdad y la justicia se han transformado en instrumentos de manipulación. Los medios de comunicación, antaño guardianes de la información veraz, se han convertido en mensajeros del pánico, amplificando los mensajes de catástrofe y ocultando las voces discrepantes. La ciencia, que debería ser un faro de objetividad y rigor, se instrumentaliza para legitimar narrativas preconcebidas y excluir perspectivas críticas. En este sombrío escenario, la verdad se convierte en una mercancía que se compra y se vende al mejor postor, y la opinión pública, moldeada por la omnipresente "propaganda", es incapaz de discernir entre realidad y ficción.
Debemos considerar las consecuencias a largo plazo de estas políticas. ¿Se reduce la salud, en su sentido más amplio, a la lucha contra un solo virus? ¿Se ignoran los efectos devastadores de las medidas restrictivas sobre el bienestar general? La educación, el empleo, las relaciones humanas, todo ha sido sacrificado en el altar de una estrategia que se manifiesta como un espejismo de protección. La sociedad, fracturada y polarizada, se enfrenta a un futuro incierto en el que las cicatrices de la era Covid perdurarán, mucho después de que se haya declarado el fin de la pandemia.
Los gobernantes, que predican la necesidad de sacrificios comunes, son los mismos que gozan de privilegios y excepciones. Los famosos, convertidos en portavoces de la virtud, no dudan en romper las reglas que ellos mismos imponen. La población, adoctrinada para temer y obedecer, asiste a una "mascarada" en la que los poderosos se burlan de las normas que exigen a los demás que sigan.
Es imperativo recuperar la capacidad de pensar de forma autónoma y crítica, de cuestionar las verdades absolutas y de exigir transparencia y rendición de cuentas.
Una sociedad más justa y equitativa no es posible allí donde la salud pública es un pretexto para la opresión y el control, pero sí lo es cuando significa un verdadero compromiso con el bienestar integral de todos los ciudadanos.
La era Covid nos ha ofrecido una oportunidad única para reevaluar nuestras prioridades y valores, desmontar los mitos que sustentan las narrativas hegemónicas y construir un futuro basado en la verdad, la justicia y la solidaridad. Al igual que el sol disipa la niebla, la memoria, con el tiempo, comienza a desenredar los hilos de aquel oscuro sueño, revelando las costuras de una época marcada por el miedo y la sumisión. Y así, nos queda la tarea de recordar, de reflexionar, de no olvidar las escenas absurdas que, durante un tiempo, se nos impusieron como la nueva normalidad, para no caer de nuevo en la depravada trampa de la razón pervertida.
Si aspiramos a la auténtica libertad, nos corresponde, como sujetos, como seres de luz, y como sociedad, emprender la ardua tarea de discernir lo real de lo ilusorio, de recuperar la autonomía del pensamiento, y de resistir la tentación del conformismo; para que la salud y la dignidad humanas no sean sacrificadas en el altar de la conveniencia y del poder.