"París bien vale una misa"; audiencia de confirmación de Robert F. Kennedy Jr., ante el senado parte 2; la Ciencia cautiva entre la censura, el poder farmacéutico y la Verdad, prohibida
La experiencia humana frente al caos.
En el Senado de Washington, donde la verdad es una moneda en constante devaluación y los intereses corporativos juegan al ajedrez con la salud pública, se está librando una batalla de proporciones legendarias. Robert F. Kennedy Jr., el hombre que se atreve a desafiar el dogma farmacéutico con la peligrosa arma del pensamiento crítico. Su enemigo: una parte del sistema bien engrasado, que exige una sumisión absoluta a la narrativa de la seguridad, eficacia e infalibilidad de las vacunas.
Las audiencias de confirmación de RFK Jr. para asumir el puesto de secretario de Salud y Servicios Humanos han sido un espectáculo digno del mejor espectáculo del absurdo. Senadores, de dudosa moral, exigen a Kennedy una devoción inquebrantable a la industria farmacéutica, mientras miran para otro lado ante sus conflictos de interés y su lujosa simbiosis con las agencias reguladoras.
El senador Bill Cassidy, republicano; médico convertido en guardián de la ortodoxia de las vacunas, se muestra en una crisis existencial: por un lado, reconoce que Kennedy tiene un apoyo formidable entre los republicanos y un público desencantado con la salud pública dirigida por las corporaciones. Por otro lado, teme que su escepticismo sobre los esquemas de vacunación infantil rompa el delicado hechizo de confianza que la industria farmacéutica ha tejido con los hilos de miles de millones en publicidad, propaganda y lobby. La indecisión de Cassidy es similar a la que posa William Shakespeare en Hamlet, pero en lugar de una calavera es como si tuviera en sus manos un frasco de Pfizer.

El enfrentamiento continúa con la senadora Tina Smith, que aprovecha su tiempo para demostrar que la única fe válida en este Senado es la fe en el dogma farmacéutico. "Kennedy, ¿te atreves a sugerir que podríamos cuestionar a quienes nos venden soluciones a los problemas que ellos mismos crean?", parece querer decir con cada pregunta capciosa. No hay mayor herejía en la iglesia de las grandes farmacéuticas que la duda. Las preguntas llegan a su clímax cuando la senadora Angela Alsobrooks acusa a Kennedy de sugerir que las poblaciones afroamericanas podrían necesitar esquemas de vacunación diferenciados. Porque, en la lógica inversa del discurso político moderno, cuestionar la aplicación universal de una intervención médica sin considerar las diferencias genéticas y biológicas es loable; Pero señalar esas diferencias en nombre de la seguridad es inmediatamente tildado de “peligroso”.
La audiencia también nos regala un bello momento de pantomima cuando la senadora Elizabeth Warren, la misma que en su día se vendió como el azote de las corporaciones, exige a Kennedy que renuncie a cobrar honorarios derivados de su trabajo en demandas contra la industria farmacéutica. En la más descarada hipocresía de la política política, está bien que un regulador haya trabajado para la industria que regula, pero vamos, ni se les ocurra demandarlos o cobrar por su trabajo contra sus vulneraciones.
En medio del ataque coordinado, Kennedy mantiene su posición. Rechaza la etiqueta de “antivacunas” y se aferra al derecho a preguntar lo que nadie quiere responder. Se atreve a recordar a estos devotos de la ciencia establecida que el escepticismo es la base del verdadero conocimiento, y que el consenso científico no se impone por decreto ni censurando las voces disidentes. El senador Bernie Sanders, que sigue enarbolando la bandera del progresismo de no hace tanto tiempo, intenta arrastrarlo a la trampa del “sí o no” sobre el derecho a la salud. Kennedy, con la astucia de un abogado curtido en batallas contra la corrupción, responde con una verdad incómoda: la libertad de expresión no cuesta nada, pero la sanidad sí, y si no atendemos las causas reales de la crisis sanitaria, seguiremos financiando un sistema enfermo.
Pero la gran conclusión la ofrece Kennedy con una frase demoledora: "Algo está envenenando al pueblo estadounidense". Y no se refiere solo a la comida ultra procesada y los químicos, sino a una cultura de salud pública secuestrada por los mismos intereses que deberían regularse.
Al final, el destino de su confirmación depende de un Senado atrapado entre la presión del pueblo y la servidumbre a la industria. Y eso, queridos lectores, es un espectáculo que vale la pena presenciar.
Sin embargo, más allá del espectáculo mediático, lo que está en juego es mucho más profundo: la libertad de cuestionar, el derecho a la información sin filtros corporativos y el futuro de la salud pública como un bien común y no como un negocio de unos cuantos.
La confirmación de RFK Jr. va más allá de una simple disputa política; es un síntoma de una crisis mucho mayor. Se ha instalado una peligrosa ecuación en la que dudar es sinónimo de conspiración, preguntar equivale a desinformar y disentir es motivo suficiente para el linchamiento mediático. Desde hace tiempo, se les ha metido en la cabeza que la única opción que le queda al pueblo es que la verdad nos llegue en cápsulas precocidas por los mismos que lucran con su control. De confirmarse, abre una ventana para un debate real sobre los conflictos de intereses que mantienen en jaque a las agencias reguladoras, la transparencia en la investigación y el papel de la salud pública en una sociedad que, paradójicamente, parece cada vez más enferma.
Más allá de nuestras simpatías o desacuerdos con Kennedy, ¿queremos un sistema en el que todas las voces científicas y médicas tengan cabida, o sólo las que se ajusten al dogma de la industria? ¿Es posible construir políticas sanitarias más equitativas sin que sean dictadas por quienes se benefician de ellas?
La respuesta no es sencilla, pero el pensamiento crítico exige que nos planteemos estas preguntas y busquemos información en múltiples fuentes. La salud pública no debe ser un campo de batalla de intereses económicos, sino un espacio de diálogo abierto y basado en la evidencia.
Lo que está en juego es si la sociedad sigue permitiendo que la narrativa sobre la salud se dicte desde las oficinas de las compañías farmacéuticas o si la gente puede recuperar la autonomía del consentimiento verdaderamente informado.
La confirmación de Robert F. Kennedy Jr. como Secretario de Salud y Servicios Humanos depende de una compleja red de negociaciones políticas, votaciones clave y presiones externas. Para que su nominación sea exitosa, debe superar dos etapas clave:
Votación en el Comité de Finanzas del Senado: Este comité, responsable de evaluar su idoneidad para el cargo, deberá aprobar su nominación antes de enviarla al pleno del Senado. Aquí, la resistencia de senadores como Bill Cassidy y la presión demócrata podrían dificultar su avance.
Votación en el Pleno del Senado: Para ser confirmado, Kennedy necesita una mayoría simple (al menos 51 votos). Con la polarización existente, su destino pende de un hilo: si los demócratas votan en bloque en su contra, necesitará prácticamente el apoyo unánime de los republicanos y algunos votos de senadores indecisos como Susan Collins, Lisa Murkowski y Mitch McConnell.
Las condiciones de su confirmación son, por tanto, inciertas. No basta con contar con la confianza de Trump o con el apoyo de una base republicana fiel; Kennedy debe demostrar que su postura crítica con respecto a la industria farmacéutica no lo descalifica para dirigir un sistema de salud que ya está atrapado en la red del corporativismo.
El destino de Kennedy refleja su propia batalla contra el statu quo y la elección que se le plantea a la sociedad: aceptar sin cuestionamientos lo que dictan los poderes establecidos o desafiar la comodidad del consenso (con demasiada frecuencia pseudoconsenso obtenido censurando la expresión de miles de médicos y científicos en todo el mundo) y exigir un debate auténtico. El ciudadano informado, en lugar de delegar su pensamiento, debe atreverse a ejercerlo.
Conflictos de interés en el sistema de salud: cuando el regulador duerme con el regulado
El problema de la salud pública no es una teoría abstracta, es una realidad tangible que se manifiesta en las puertas giratorias entre las agencias gubernamentales y la industria farmacéutica. La Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) y los Institutos Nacionales de Salud (NIH), agencias que se supone deben velar por el bienestar del público, han sido infiltradas por ejecutivos de las mismas empresas que regulan.
Scott Gottlieb, ex comisionado de la FDA, dejó su puesto para convertirse en miembro del consejo directivo de Pfizer, uno de los principales beneficiarios de las políticas sanitarias impulsadas durante la pandemia. Un caso aislado, se podría decir. Pero no por ejemplo Julie Gerberding, ex directora de los CDC, pasó a ocupar un alto cargo en Merck, uno de los mayores fabricantes de vacunas del mundo, y luego se convirtió en directora de los Institutos Nacionales de Salud (FNIH).
Este juego de sillas musicales ejecutivas crea un dilema insalvable: ¿cómo podemos nosotros, como ciudadanos, confiar en que las decisiones sanitarias se toman con base en evidencia y no en estados financieros? Cuando los organismos públicos dependen de la financiación de la industria para sus estudios, cuando los expertos que dictan las normas han trabajado o trabajarán para esas mismas empresas, el conflicto de intereses se convierte en la norma, no en la excepción.
Robert F. Kennedy Jr. representa un desafío directo a este sistema. Si sus años de litigio contra la corrupción corporativa han dejado algo claro, es que la “ciencia” que se nos presenta a menudo no es más que marketing con bata blanca. Su cuestionamiento de los datos de los ensayos clínicos, su insistencia en la transparencia y su escepticismo sobre la influencia de la industria en la salud pública lo convierten en una amenaza para quienes hacen de la regulación un negocio.
La censura sanitaria: una política de muerte
El doctor Jay Bhattacharya, profesor de la Universidad de Stanford y una de las voces más lúcidas durante la era Covid, lo decía sin tapujos hace unos días: “La censura durante la era Covid ha matado gente. Sin censura, se podrían haber evitado muchas muertes”.
Detrás de esta afirmación hay un hecho irrebatible: en los últimos años se ha instaurado una política de pensamiento único en materia de salud pública. No se trata solo de combatir la desinformación (como nos decían), sino de imponer un relato único y suprimir cualquier duda o evidencia contraria a las políticas oficiales.
Durante la era Covid se silenció a miles de médicos y científicos que se desviaron del discurso oficial. Desde los que pedían una estrategia centrada en la protección de los grupos vulnerables hasta los que señalábamos que los confinamientos masivos y las restricciones arbitrarias podían causar mucho más daño que bien. La Declaración de Great Barrington, firmada por Bhattacharya junto a los epidemiólogos Martin Kulldorff (Harvard) y Sunetra Gupta (Oxford), proponía una alternativa basada en la inmunidad natural y la protección específica de los más vulnerables. ¿La respuesta del sistema de salud? Censura total. Anthony Fauci (conocido por todos), y Francis Collins (ex director del Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano de EE.UU.), en emails internos revelados posteriormente, organizaron una estrategia para desacreditar a sus autores en lugar de debatir sus ideas.
Este modelo de censura eliminó información valiosa del debate, y tuvo consecuencias mortales. Se bloqueó la discusión de tratamientos alternativos, se descartó la posibilidad de estrategias menos drásticas y se desacreditó a expertos de primer nivel. En muchos casos, quienes nos atrevimos a cuestionar las políticas oficiales perdimos nuestros trabajos, nuestros canales en plataformas de comunicación como YouTube, e incluso fuimos objeto de campañas de desprestigio coordinadas.
Si la ciencia es el proceso de cuestionar, probar y refutar hipótesis, lo que ocurrió durante la era Covid fue lo contrario: se estableció una verdad inmutable y se condenó a quienes intentaron desafiarla. La censura no solo fue una traición a los principios científicos, costó vidas. La gente moría por falta de acceso a tratamientos, por los efectos devastadores del aislamiento forzoso y por la desinformación promovida por quienes, paradójicamente, se erigen en guardianes de la verdad. Y plataformas como YouTube, pero hubo muchas más, entre las que podemos nombrar al Instituto Poynter de Florida, madre de todos sus satélites; verificadores de hechos como newtral, damn science, checked, damn hoax etc., se erigen en auténticas policías del pensamiento.
Robert F. Kennedy Jr. ha sido uno de los pocos personajes públicos que ha señalado este problema sin temor a represalias. Su insistencia en la transparencia y el debate abierto es un desafío directo a un modelo que prefiere la obediencia ciega a la discusión informada.
El precio de desafiar al poder
Robert F. Kennedy Jr. no es el primer hombre que se enfrenta a un sistema poderoso con preguntas incómodas. Su lucha contra la captura regulatoria en la salud pública tiene paralelismos con otros líderes que, en diferentes momentos y en diferentes sectores, se atrevieron a exponer estructuras corruptas y pagaron un alto precio por ello.
Edward Snowden reveló al mundo que los gobiernos estaban espiando a sus ciudadanos a una escala sin precedentes. La respuesta no fue corregir el problema, sino tratarlo como un traidor. Snowden se convirtió en un exiliado, perseguido por el mismo gobierno que violó los derechos de su pueblo en nombre de la seguridad nacional.
Ignaz Semmelweis, el médico húngaro que en el siglo XIX descubrió que la fiebre puerperal podía prevenirse con un simple lavado de manos. Su descubrimiento fue recibido con desprecio por la comunidad médica de la época, que se negó a aceptar que sus prácticas estuvieran matando mujeres. Después de la muerte de Semmelweis, sus detractores siguieron defendiendo su dogma. Kennedy ha expuesto un problema distinto pero igualmente inquietante: cómo la salud pública se ha convertido en un negocio en el que se manipula la verdad científica en beneficio de intereses económicos. Como Snowden, se le ha tildado de peligroso simplemente por señalar la corrupción en las instituciones que, en teoría, deberían protegernos.
Al negarse a aceptar ciegamente el relato de las farmacéuticas, al exigir transparencia y datos sin conflictos de intereses, se ha convertido en un “hereje” moderno. Su insistencia en cuestionar la seguridad y eficacia de las vacunas, lejos de recibir una respuesta científica clara y abierta, ha sido respondida con campañas de censura y difamación.
El patrón se repite: primero te ridiculizan, luego te atacan, después te ignoran… y al final te dan la razón
Kennedy, como Snowden, Semmelweis o muchos otros, no es infalible ni está libre de errores. Pero lo esencial no es si tiene razón en todo, sino si se le permite hacer las preguntas que otros temen hacer. Si la respuesta del sistema es silenciarlo en lugar de contradecirlo con argumentos, ¿qué dice eso sobre el estado actual de la ciencia y la salud pública?
La ciencia, la medicina y la sociedad en general avanzan cuando nos permitimos dudar y explorar nuevos enfoques. Y en ese sentido, independientemente de la suerte de Kennedy en el Senado, su mayor victoria es haber abierto un debate que ya no puede ignorarse.
Las grandes transformaciones no llegan sin resistencia. Mahatma Gandhi, en su lucha contra el colonialismo británico, describió con precisión el ciclo de rechazo al que se enfrentan quienes desafían el orden establecido:
"Primero te ignoran, luego se ríen de ti, luego te atacan y finalmente ganas".
Primero te ignoran
Durante años, sus advertencias sobre la influencia de la industria farmacéutica fueron desestimadas. Los medios y el sistema lo tildaron de “irrelevante”, intentando diluir su mensaje sin necesidad de enfrentarse a él. La estrategia era clara: cuanta menos atención reciba, menos impacto tendrá.
Luego te ridiculizan
Cuando su voz empezó a ganar fuerza, el tono cambió. Pasó de ser un personaje marginal a un “conspiranoico”, un “loco” que cuestiona lo incuestionable. En lugar de debatir sus argumentos con datos y evidencias, sus críticos recurrieron a la descalificación personal.
La prensa (siempre alimentada con subvenciones, ayudas…) alineada con los intereses del poder adoptó el mismo guion utilizado contra otros disidentes históricos: si alguien desafía el relato oficial, no se le refuta con hechos, sino con burlas y ridículos. De esta manera, se invalidan preguntas incómodas sin necesidad de responderlas.
Luego te atacan
El punto de ruptura llegó cuando quedó claro que ignorarlo y ridiculizarlo ya no era suficiente. Su mensaje empezó a calar en la opinión pública, atrayendo a millones de ciudadanos preocupados por la transparencia en la salud pública. En este punto, la maquinaria del sistema se activó: censura en redes sociales, ataques mediáticos coordinados, eliminación de cuentas y plataformas que dieron espacio a sus ideas.
Cuando la única narrativa permitida es la oficial, el riesgo de error se multiplica, porque cualquier otra perspectiva es silenciada antes de poder evaluarla.
Finalmente, le dan la razón
La última fase del ciclo se encuentra en una fase del ciclo, que la historia sugiere es solo cuestión de tiempo antes de que comience un fuerte movimiento ascendente. Si analizamos episodios anteriores, vemos que muchas ideas que inicialmente fueron rechazadas terminaron siendo aceptadas como parte del sentido común.
¿Cuánto tiempo nos llevará reconocer que la salud pública no puede ser controlada por las mismas corporaciones que lucran con la enfermedad? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se admita que la censura de opiniones divergentes no solo es antidemocrática, sino también peligrosa?
En una sociedad libre, el pensamiento crítico no puede ser una amenaza, porque es un pilar fundamental. La pregunta que queda es: ¿seguirá el pueblo permitiendo que las élites determinen lo que puede o no cuestionar, o recuperaremos todos, en masa, el derecho a pensar y decidir por nosotros mismos?
Una batalla entre dos modelos: el de un sistema de salud público independiente y transparente, o el de un sistema en el que las decisiones críticas se toman en salas de juntas, lejos del escrutinio ciudadano.
El desenlace aún no está escrito, pero una cosa está clara: la verdad no desaparece sólo porque esté prohibido contarla. Y si la historia sigue su curso natural, en algún momento veremos cómo quienes ayer nos atacaron y hoy atacan a Kennedy seguramente terminarán citando sus advertencias como obvias.
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Maravilloso texto, Natalia! Gracias por no dejarte vencer, gracias por seguir luchando por la verdad! Se te quiere mucho, Patricia